EL DOBLE ROSTRO DEL CAMBIO
- MATEO HIDALGO M
- 21 oct
- 3 Min. de lectura
Por: Mateo Hidalgo Montoya
El presidente Gustavo Petro insiste en mostrarse como un hombre “sin codicia”, un “líder mundial”, un socialista movido por ideales de equidad y amor por la vida. Pero esa imagen se desmorona frente a la realidad de un gobierno marcado por la corrupción, la incoherencia, el escándalo internacional y el desprecio por la estabilidad económica del país. Detrás del discurso moralista que pretende distinguirlo de los poderosos a los que tanto critica, se esconde un modelo de poder que ha hecho del doble discurso su bandera y del caos su estrategia.

Hace apenas unos días, el mandatario volvió a atacar al presidente Donald Trump, intentando posar como ejemplo de superioridad ética frente al capitalismo. Sin embargo, es imposible olvidar que fue el mismo Petro quien defendió la narcodictadura venezolana, promovió la desobediencia del ejército estadounidense frente a su presidente y negó la guerra narcótica que desangra a Colombia. Hablar de moral mientras se ha justificado la violencia política y se ha guardado silencio ante los abusos de regímenes autoritarios, no es coherencia: es cinismo.
El relato del “socialismo sin codicia” se desvanece en el eco de los escándalos. Su gobierno, que prometió ser el del cambio, terminó hundido en contratos amañados, tráfico de influencias y repartos burocráticos. La corrupción dejó de ser una sombra heredada para convertirse en una marca propia. Mientras el presidente repite que no lo mueve el dinero, sus aliados políticos se disputan el botín del Estado, y la moral queda convertida en simple eslogan de campaña.
A este deterioro ético se suma una política económica que amenaza con llevar a la ruina a sectores enteros del país. El reciente anuncio de aumento de aranceles a productos importados, presentado como un acto de “protección nacional”, se ha convertido en un golpe directo al corazón productivo de Colombia. Los exportadores de cítricos, aguacate hass, flores y otros productos agrícolas —que ya enfrentan enormes desafíos logísticos y sanitarios— verán crecer sus costos de insumos y transporte, reduciendo su competitividad en el exterior. Al mismo tiempo, los importadores de materias primas esenciales para la industria, la manufactura y la construcción deberán asumir sobrecostos que se trasladarán inevitablemente al consumidor.
Este tipo de decisiones, tomadas sin planificación ni consenso, no fortalecen la economía: la debilitan. Lejos de proteger la producción nacional, encarecen la vida, frenan la inversión y ponen en riesgo miles de empleos. El discurso del proteccionismo patriótico termina siendo una trampa que disfraza de soberanía lo que en realidad es improvisación ideológica. En un país que depende del comercio exterior y del esfuerzo empresarial, subir aranceles es condenar a los que trabajan y producen.
Mientras el Gobierno habla de justicia social, se multiplican los privilegios; mientras acusa al capitalismo de codicia, se normaliza el despilfarro estatal; mientras promete igualdad, se castiga a los empresarios que sostienen el empleo. El verdadero enemigo de Colombia no es el libre mercado, ni los Estados Unidos, ni las empresas que generan riqueza: es la incoherencia del poder. Esa que se disfraza de moral mientras destruye la confianza; esa que promete redención y termina dejando ruina.
Colombia no necesita más discursos ni revoluciones de micrófono. Necesita coherencia, sensatez y respeto por quienes construyen país todos los días desde la agricultura, la industria y el trabajo honesto. La moral no se declama: se demuestra. Y en un gobierno que se proclama diferente pero actúa igual o peor, la única diferencia es que ahora la hipocresía se viste de justicia social.
Mateo Hidalgo Montoya
Abogado - Magíster en Derecho Público



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